La naranja mágica...
Estabas dedicándote a tirar todos los objetos que te dábamos desde el carrito.
Una naranja, que ya a mis 20 años pasados estoy harto de ver todos los días, era para ti el objeto más curioso que habías visto nunca. Ver como la palpabas sintiendo su textura, como te la acercabas a la cara para olerla, como la mirabas... ¡qué color!...¡¡era una auténtica maravilla!!. Y yo estaba ahí, mirándote, cómo examinabas preciosamente cada cualidad de aquella naranja mágica, que yo te había dado casi sin prestarle atención, ¡y me estaban entrando ganas de quitártela...!
Luego te asomaste al lateral del cochecito y miraste como caía la naranja al suelo. Atentamente, escuchaste el ruido seco del impacto contra el suelo y tu inquieta mirada se detuvo por un instante en el rodar de la fruta. Una vez que se detuvo y tras pasar un rato a la expectativa de que tu fruta mágica volviese a rodar, te acomodaste de nuevo en el carrito y me sonreíste. Realmente te lo habías pasado en grande aquella tarde con ¡una naranja!.
Hoy, pequeño tesoro, me has recordado algo que procuro no olvidar pero que la rutina a veces me obliga a que lo haga: el valor de las pequeñas cosas, de los pequeños placeres diarios: "El meter la mano en un saco de lentejas, romper el azucar de la crema tostada con la cucharilla, recoger los granos de azúcar de la mesa con el dedo...". El valorar el olor de una piel, una caricia, una sensación, una brisa de aire, un rayo de sol que se escapa entre las nubes, una suave melodía, los colores de un atardecer con el mar como telón de fondo... Tantas, tantas cosas...
Nunca olvides el olor de esa naranja, pequeñina.
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